¿Y “hasta la cuánta” es?

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Por: Néstor Estévez

Acaba de celebrarse el Día Mundial de la Libertad de Prensa. Muchos han preferido llamarlo Día Mundial de la Libertad de Expresión.

Aunque no es lo mismo, hay razones muy valederas para usar ambas denominaciones. Si nos remontamos a los inicios de la prensa, como forma pionera de periodismo, encontraremos que su surgimiento se debe a esa necesidad de expresarse de sectores que no se sentían representados en los estamentos en donde eran tomadas las decisiones que tenían que ver con la forma de vida y el mejor aprovechamiento de las oportunidades de las personas comunes y corrientes.

La decisión de escoger el 3 de mayo de cada año para celebrar el Día Mundial de la Libertad de Prensa fue adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1993. Así se daba seguimiento a una recomendación aprobada en la 26ª reunión de la Conferencia General de la Unesco, en 1991.

Esa recomendación, a su vez, nos remite a la muy poco difundida Declaración de Windhoek, histórico documento de corte reivindicativo, elaborado por periodistas africanos en 1991.

En la referida Declaración de Windhoek, representantes de medios de comunicación de países africanos, que participaban en un seminario organizado por la propia Unesco en Namibia, recogían los principios imprescindibles de la libertad de prensa, la importancia del pluralismo y la independencia de los medios como pilares para una sociedad avanzada y en paz.

Como se ha de recordar, no es la primera vez que se hace necesario tomar decisiones relacionadas con la libertad de prensa y la libertad de expresión. Desde la propia Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 1948, encontramos el Artículo 19: “Toda persona tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye no ser molestada a causa de sus opiniones, y poder investigar, recibir información y opiniones, y poder difundirlas sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”.

Desde mediados del siglo pasado se cayó en la cuenta de que la diseminación del conocimiento y las tecnologías del denominado mundo desarrollado, así como la extensión de la influencia de los medios de comunicación de esos países, estaba incidiendo directamente en el modelo de desarrollo del llamado mundo subdesarrollado; estaba basando el “desarrollo” del centro hegemónico en el necesario “subdesarrollo” de la periferia.

En ese contexto cabe destacar el surgimiento de las teorías educativas de Paulo Freire y los primeros estudios de comunicación en América Latina, con exponentes como Luis Ramiro Beltrán y Antonio Pasquali. También, desde la Unesco, se asume abrir sus foros a nuevos planteamientos, y se acoge centrar la atención en dos aspectos fundamentales: las políticas de comunicación y el estudio de los flujos informativos.

También es destacable lo que se conoce como Nuevo Orden Mundial de la Información y la Comunicación, de 1973, surgido a partir de una propuesta de los países no alineados, de cara a lograr un nuevo sistema de relaciones a nivel mundial en materia de comunicación.

Y también, en ese contexto, vale recordar el conocido Informe MacBride, entregado en 1980, texto orientado a generar los cambios que hacían falta, pero que poco a poco fue quedando en el olvido.

Hoy, a más de setenta años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, luego de esfuerzos que incluyen desde dependencias de Naciones Unidas hasta los denominados países no alineados, más la incidencia de tantas iniciativas particulares, no hemos sido capaces de articular voluntades para que la comunicación sea vía para el entendimiento.

Nos ha costado mucho entender que, aunque la comunicación es propiedad de la humanidad, hemos acogido que una especie de trípode incida en los contenidos de los mensajes que circulan por la creciente cantidad de vías de comunicación.

Quizás nos ha faltado identificar que siempre habrá quien emita un mensaje, condicionado por sus intereses; que ese mensaje nace destinado a incidir en lo que ha de pensar y hacer alguien que ha sido escogido como destinatario, y que para ello se precisa de alguien que, sabiéndolo o sin saberlo, con remuneración o sin ella, realiza el trabajo para que se logre aquel cometido inicial.

Quizás con la identificación de ese trío, y con la reorientación de las acciones de cada integrante, logremos dar el más adecuado y sostenible sentido a nuestras acciones de comunicación.

Quizás eso nos ayude a lograr lo que ha costado, en su más reciente etapa, más de setenta años.

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